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He muerto tantas veces esposado al amor
que el ojo de la vida me contempla
desnudo y vagabundo, en el sueño inventado
que nunca se detiene,
que yace tras el rostro de un cadáver
reflejando la luz de mi sepulcro.
Los secretos que habitan el silencio
me rinden pleitesía cuando el fuego devora
los últimos delírios de un amante
que persigue al recuerdo en sus cenizas.
Pero no es mi memoria,
porque miro hacia atrás y aún espero
tu grito señalándome el camino,
donde la voz es música que ríes
deshaciendo la niebla con lingüistas pasiones.
Y aún no quiero morirme,
porque siento en el submundo del frío
la cálida llamada
que reclama al deseo que se fragua
a golpes de nosotros.
He de salvar mi cuerpo,
mis dolencias y todo abatimiento
mezclado de pasado y agonía
donde bebe la noche la sed de mi soledad.
He de desembocar entre tus carnes,
en la misma raíz que ya existiera
cuando la vida se erige despacio,
bajo mi sombra ambigua,
que aguarda su turno
hundiéndose lasciva
en la nada primigenia que habité
que es muerte y paraíso.
Manuel M. Barcia
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