Crucé las líneas blancas
del suelo inmemorial de Abbey Road
con ánimo de oír entre sus grietas
los gráciles andares de los escarabajos.
Sonaban la pisadas de John Lennon
a solo de lamento,
como suenan los pasos del ciempiés
si todo en su destino se fragmenta
hacia ninguna parte.
También podía sentir
el llanto inapenable de guitarra
en la púa de Hendrix,
corriendo por mi sangre
un ácido en las venas que no quema.
A otros, en los brazos de la muerte,
llamándole a gritos por su nombre,
como si aun vivieran
los ecos descendentes del concierto
que fueron de la luz repeticiones.
Cabían en los márgenes del tiempo
los idos con la sombra soterrada.
Estaba Michael Jackson junto a Joplin
cantando con espíritu rebelde
letras y melodías sin tristeza.
Y acaso con el ego de un solista,
la voz de Freddy Mercury que ardía
desafiando a Dios
a ser allí, tan sólo,
intérpetre pasivo del mundo estelar.
Tal vez sea verdad lo que se dice:
que los sueños rockeros nunca mueren,
que no es contracultura ni pasado
la huella incorruptible que dejaron
los músicos del alma
cuando el viento resuena psicodelia
y cae lluvia que incendia la ciudad.
Manuel M. Barcia