Son música sus charlas con la mar.
Sentada a pie de roca, y siempre puntualmente con el té,
observa la derrota interminable
de las olas con cresta gris o azul,
según gima su pena.
También se ríen juntas,
y juegan a delfines sin pareja,
a besos de infracción municipal,
y al júbilo de las celebraciones
que cuando pasa el turno de los sueños,
traen las bodas de agua.
Es la fidelidad,
la parte intransferible
que las une y separa,
acaso del deseo de estar solas
cuando algo en Edith
sugiere que ha de huir despavorida.
Y no porque el temor
le calce un ciempiés en polvorosa.
Simplemente recuerda
que el mundo de verdad también existe,
que hay otro bienestar
atado por destinos sin excusa
con nudos del amor inseparable.
Sin embargo,
a veces es posible
tenerla junto a mí.
Su imagen aparece en tres espejos,
es prisma de la luz cuando amanece,
y araña el cristal de mi ventana
con lápiz y papel,
y dibuja los signos
que filtran los colores,
dejando un tatuaje de arcoiris
en mi caleidoscopio.
Y con lente de aumento
reflejo en su cuerpo diminuto
un alma con penacho de palmera
y enorme corazón,
que tanto, cuando tiembla, escucho y quiero.
Manuel M. Barcia
2 comentarios:
¿Este poema sin ningún comentario?
Pues dejo mi palabra, por escrito.
Concha dixit.
Te tomo la palabra, Concha, de modo inseparable en estos versos, la hago tuya y mía, palabra en la palabra, el mar en el escriba, palabras de honor.
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