Cuando el río traspasa sus ojivas,
los puentes son reflejo transparente
de los ojos que sueñan
océanos de paz
que bañan horizontes más lejanos.
Y son un manantial de despedida,
una ofrenda fluvial
que reza un adiós en el silencio
mientras duermen sus párpados mojados.
En su lento fluir,
las lágrimas se secan con desdén,
como gotas al sol
las tardes calurosas de verano,
como una procesión de madrugada
que guía el instinto de la sed
cuando llora el rocío.
Ajenos al rumor de las orillas,
nenúfares y lirios
se abrazan en racimos de quietud,
mostrándole a las aguas
las flores solitarias del deseo.
Aunque a veces, desnudan su mirada,
buscando en la sequía
inviernos desbordantes
que traigan con el viento de las nieves
alas de enredadera
que simulen cristales
capaces de trepar a su ventana.
La piedra sólo escucha,
sentada en los pilares del pasado,
contándole al oído a su memoria
los días de soledad,
el miedo al balanceo de su sombra,
el tiempo en su retina
de los cauces preñados de misterio
cuando mana la luz de los desiertos.
Manuel M. Barcia