No siempre la poesía
resulta un ejercicio placentero.
Porque algunas palabras contienen sangre propia,
planicies de quietud entre sus venas
que aparentan remanso y mansedumbre
para ocultar adentro su veneno.
Y hay que sortearlas,
haciendo malabares,
sin tropezar con ellas
ni oír su palpitante agonía
cuando son el atajo de renglones vacíos
y atraviesan las páginas escritas
con la tierna mirada
de un ángel proclamado por la muerte.
No es fácil esquivar sus exigencias.
A veces el poeta dispone un sacrificio,
impaciente su mano
por ser ingenuidad del sentimiento:
dócil en su volar, como paloma,
o halcón de la palabra mensajera.
Manuel M. Barcia
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